Se dice que el sentido del olfato es el más estrechamente vinculado a la memoria y para mí no hay duda de que es así. El rastro de un perfume barato aunque respetable de grandes almacenes consigue transportarme treinta años atrás, hasta el confortable saloncito de mi abuela, mientras que las notas más bohemias del pachulí y el sándalo al instante me traen a la mente el verano de mis primeros amores y los pequeños pechos iluminados por la luna de mi amada roncando suavemente a mi lado. Verdaderamente creo que los olores nos pueden transportar, no sólo en la memoria, sino a lugares que son singularmente sublimes.

Mi taller es un lugar sagrado y mientras trabajo lleno el aire de humos sacramentales. Debajo de una colección de cosas variopintas traídas de mis viajes, en un rincón de la sala, un incensario exhala pesados zarcillos de incienso de Boswellia y madera de Agar. Algunas volutas de humo se elevan con lentitud hacia el cielo, mientras otras se arremolinan mansamente encima de la mesa y forman una mezcla seductora con las notas de tabaco y de hachís que cubren mis dedos. A medida que la atmósfera del taller se convierte en una suave neblina de incienso perfectamente homogénea, consigo transportar la mente con mayor facilidad a mi trabajo e imaginar una nueva realidad. Mi religión está en ese lugar, desprovisto de dimensión física, pero inexorablemente atado a las lágrimas de resina de Boswellia y al divino transporte de la madera de Agar. Si a alguien se le ocurriera querer adentrarse en mi obra del modo más perfecto, le haría inhalar estos mismos olores que emanan de la tierra mientras contemplan mis creaciones.

Para mí, «In the Morning, Trotsky» huele a leche cuajada, a jabón de lavanda, y a un viejo parqué hecho con madera de cedro añeja.

JAMIE BALDRIDGE