Un escritor cuenta que le preguntó a un niño de la tribu pápago, en Arizona, a qué olía el desierto. «El desierto huele a lluvia», le contestó. El aroma de las matas de creosote, liberado por el agua, era lo que incitaba su recuerdo. [Los niños inventan la magia, los poetas mueren por ella]. «Huele a caballo mojado» decía Rojas de su padre cuando éste volvía en su montura de haber cruzado el río Lebú; la artemisa de Snyder, «fragante bajo la lluvia» o «los juncos perfumados y anudados» de Wang Wei, que forman la techumbre por la que se entrevén las nubes.

Nadie había atrapado una todavía para que se recortara enjaulada contra el cielo. «La imaginación es un lugar en el que llueve», escribió Calvino.

Me huele que Madoz encierra nubes para no andar siempre empapado.

Nacho Fernández, junio 2005

[poema de José Luis Gallero]