Recuerdo mi primer viaje a Nueva York, aquel objetivo largamente ambicionado, y que al fin se materializaba. De entre las muchas impresiones y experiencias que allí sucedieron, hay dos, que, ahora al cabo de los años, acuden a mi memoria como paradigmas sensoriales de aquella larga visita. La primera, las chimeneas rayadas blanqui-naranja de plástico, que cubrían las reparaciones de gas, y que en invierno no paran de echar humo denso y blanquecino; y la segunda, el intenso olor de la ciudad. Ese olor que solamente sientes en Nueva York.

Cada ciudad, como cada persona tiene un olor característico, que podemos, en ocasiones, recrear en nuestra memoria, sintiéndolo próximo, como si de un fantasma o de una aparición se tratara.

Al intentar relacionar una de mis obras con un olor determinado, busco un argumento sin éxito; pero al aproximarme a la pintura observo su peculiar olor, ese olor narcotizante que sólo se produce en mi obra. Mis pinturas huelen a mi, y yo huelo como mis pinturas. «El gesto continua», tiene mi olor, huele a mi pintura, pero también tiene olor a Nueva York, en un displicente homenaje a J. M. Basquiat.

José Manuel Ciria