Juan Luis MORAZA
koldo XIV, K 14, KA
DIMENSIONES: 10 x 30 x 30 cm / 151 x 20 x 20 cm (peana)
TÉCNICA: bronce, madera y acero
MODALIDAD: escultura
Koldo XIV, K14, Ka
Carbono-14, Luis XIV y Ka; la divinidad solar, el rey sol, y la datación mediante la persistencia de radiactividad cósmica…la autoridad legitimada en el pasado, en la necesidad, o en la inevitabilidad. El acróstico es sencillo. Lo que se oculta en la máscara del sol es el antifaz de una impostura, el signo tragicómico de la payasada -venida a más-, de un dios, de un rey, de una ley: el clan del círculo: el circo del amo, la institución de la supuesta necesidad de un capricho, de una particularidad.
En ese universo donde las extremidades son verso, se trata de todo, salvo de la indiferencia. De hecho, nada hay tan valorativo como el olor: cada uno es un juicio, y su extravagante precisión convoca una ética de lo propio y lo ajeno. El acróstico KKK relata, pues, los vínculos entre las burbujas, entre los sistemas heliocéntricos de cada nariz. Una carta astral relata la posición relativa de los planetas del sistema solar en relación al instante y al lugar de nacimiento de uno de esos apéndices nasales que componen el tránsito de lo sublime a lo ridículo, y hacen que sea reversible: las sátiras de Swift y Orwell tienen una visión más profunda que toda una biblioteca de obras sobre antropología social.
La nariz ocupa el centro del universo, del heliocentrismo clasicista: la centralidad del olfato, mediante una formación reactiva que apela a lo visible. Como las manos, la nariz trata con los objetos invisibles, nota el calor, el temblor de cada cosa, recorre el camino del espacio. Pero a diferencia de la mirada, que toca a distancia manteniendo a raya al otro, el olor lo introduce dentro en cada respiración. Esto es lo insoportable para el clasicismo, que fantasea con una ética trascendental, con una belleza de la indiferencia, con una mirada desodorante. El clasicismo construye toda una burbuja reactiva intentando sobreponerse al hedor de lo ajeno, incapaz de evitar, con cada respiración, el tacto mudo de un sentido considerado menor, animal. Por eso tradicionalmente se ha entendido la intuición como previsión, cuando es algo que no pertenece a lo visible. Es más bien olor, tacto presentido, no una mirada a lo aún no visto. Los que miran están acostumbrados a un mundo lejano, inalcanzable. Las imágenes hablan lejanamente, incluso de lo lejano. El olfato habita en lo próximo, pero también en la hondura de un aire que habla de lo lejano no de modo lejano. El aura existe en el olfato.
Pero junto a sus propiedades sensibles, el apéndice nasal es además esencia de la máscara. Considerado como “apéndice”, es definido ya como un complemento, como accesorio del rostro, advirtiendo así su carácter sustancial. Pues ese apéndice es aquello que más pone en contacto, aquello que resulta más propio, aquello que no debe meterse en cualquier lugar. Este mimo de la sensibilidad posee todos los requisitos para ser el objeto por excelencia. Se trata de un obstáculo, de la evidencia del obstáculo; pero también una falta y una identificación: constituye la superficie de un retorno, un bucle. El circo de la conciencia donde anónimo es sujeto. Como apéndice, el nasal es al mismo tiempo yo y no-yo. Uno es esa nariz, pero no del todo; y esta contradictoria pertenencia entre partes y todo ha hecho de la nariz un complemento: faz y antifaz, cuerpo y anticuerpo destinados a no entrar nunca en contacto sin temor a la total desintegración. Roja por frío o calor, por vergüenza o desvergüenza, por emoción o por alcohol, la nariz del payaso esencializa el humanismo al convertir las debilidades en prerrogativas, sino asentidas, sí consentidas. Lo patético es el payaso convertido en censor, en ejecutor. Si uno contempla la muchedumbre que somos, observará que, como una composición poética cuyas letras iniciales de los versos forman un vocablo, la suma de los apéndices nasales configura un peculiar acróstico. Somos ese universo acróstico donde las extremidades son verso.
Juan Luis Moraza