Sola, en el bosque remoto, miro los ojos del manantial. El aire está lleno de humedad, como si pronto fuera a llover. Me transporta el dulce aroma de una frescura límpida. Miro, como encantada, cómo las estructuras del fondo de arena del manantial están en constante movimiento. El agua cristalina brota de las ignotas profundidades y nos trae el inesperado olor del azufre.

Era temprano por la mañana cuando encontré el manantial. ¿Fue fe o coincidencia que llevara conmigo un rollo de cinta con un color similar al de su fondo de arena? Empecé entrelazando con suavidad la cinta entre las ramas de la pícea. La familiar fragancia de la resina y de las agujas de abeto me hizo sentir como si estuviera en casa.

La forma del lazo me recuerda una gigantesca y rara flor del bosque, que brilla en la oscuridad. Su peculiar olor me lleva a lugares remotos; invita a los animales del bosque a beber del manantial en las estaciones secas. La forma de la instalación no la había planeado por anticipado. La creé a partir de las condiciones y las reglas de la naturaleza, y fue alterada por mi subconsciente.

Espero durante horas el momento perfecto para tomar la fotografía, a que el rayo de sol toque el centro de mi instalación. El olor del agua pura se mezcla con otros olores oscuros, profundos y terrosos. En el suelo del bosque las plantas muertas en descomposición se transforman en tierra. El rico olor del barro, el musgo y la podredumbre quedan bajo mis botas, disparan mi memoria. De pronto, estoy en otro tiempo y otro lugar.

Soy una niña. Estoy recogiendo hojas de álamo rojas y amarillas. Voy al riachuelo y las dejo libres, a la ventura. El olor del otoño me envuelve. La naturaleza y yo somos uno.

Riitta Päiväläinen